María Rodés

Es un disco tan íntimo que, por momentos, provoca la impresión de que se ha dejado el diario abierto sobre su cama y alguien lo ha leído.



Resulta inquietante ver cómo este álbum podría ser el negativo de Depresión Sonora. Un hombre en su habitación, tempos rápidos y una voz grave que habla al mundo en general. Un mujer encerrada en su salón, de tempos medios y lentos, de voz más aguda y que suele dirige a una persona en concreta. Aunque formalmente no tienen nada que ver, salvo en la producción inteligente y eficaz, el motor que los mueve es similar. La situación pandémica es un sustrato que ha calado profundamente en un buen número de obras, pese a que se diferencie el resultado.



Podría ser un disco conceptual, cada canción entronca con la anterior y todas mantienen un nivel muy elevado. No decae en ningún momento algo a lo que ayuda el orden de las canciones. Esa parte ha sido un trabajo formidable porque no cuenta con temas más rápidos que ayuden a jalonar o apuntalar un álbum . Aunque la guitarra es el instrumento que domina o, al menos, con el que se presentan los temas, la manera de cantar y lo exquisito de la producción no te lleva a catalogarlo como “disco de cantautora”. Las letras mantienen una tónica común que te hace partícipe de su mundo y, según pasan las canciones, logra que el clima mórbido del álbum aumente.

 Con las primeras canciones, estás en su vestíbulo con una sonrisa y te ofrece café, luego, a mitad de disco, ya te sientas en el salón y sabes algo más de ella, el vino hace efecto y bailáis “Fuimos dos”, que se puede reír con el cuerpo y llorar con el alma como tanta música Latinoamérica. Al final del disco estás en su habitación. Es domingo y hay varios libros, Flaubert entre ellos. Y ves que, efectivamente, se ha dejado el diario abierto. Nunca te lo dejará leer, pero ha hecho algo mejor: nos deja escucharlo.