BIZNAGA


Biznaga. Gran Pantalla.

Con el piñón fijo hasta la cumbre descienden -o ascienden- en línea recta y sin descanso. Hasta Adorno (la octava canción del disco) no se mueven del frenético ritmo acostumbrado. Es cierto que ya no son aquel grupo que parecía salido de las entrañas Euskadi en el 87 pasados por la Sorbona del 68, pero dejan sin aliento a quienes les quiera seguir. Ahora están más cerca de The Clash pero en el siglo XXI.

Sus señas de identidad siguen intactas: la voz siempre arriba y gritada, las guitarras en rasgueo metralleta, y las líneas de bajo dibujando frases ocasionales para romper ocasionalmente el muro de sonido. Por citar una diferencia respecto a su trabajo, podríamos hablar de las texturas de las guitarras, menos áridas, con más variedad de timbres. Eso sí, es un cambio más epidérmico que estructural, pero que ayuda a sostener todo el concepto del disco. Porque es en el concepto donde está lo más redondo. No es sólo que describa la situación actual a la perfección sino que, después de la pandemia -el disco salió poco antes-, el álbum ha ganado vigencia y es tanto oráculo como análisis. Todos los textos están perfectamente hilados entre sí, en modo obra conceptual y ninguna pieza sobra o falta en ese tratado sobre la vida en la era de la pantalla. Las letras remiten a una serie de conceptos de calado (el “no-lugar” de Marc Augé, por ejemplo), pero que desgranados en frases cortas, son eslóganes aptos para ser lanzados en medio de una discusión entre Barthes y Bourdieu o gritados en el ritual de un directo en un gaztetxe.

Biznaga, como Casandra, están dotados del don de la profecía. No hay disco (y no sólo en España) que haya captado tan bien el espíritu y las circunstancias de nuestro tiempo.