CONFETI DE ODIO


Confeti de odio. Tragedia española.

A finales de los 80, en la Galería Bess Cutler de Nueva York, hubo una exposición de cuadros de pequeño formato cercanos al paisajismo del XVIII. Resultaba anacrónico en una ciudad llena de arte conceptual. Pero, si esos cuadros se veían “juego” e “ironía”, la exposición cambiaba de sentido y se volvía plenamente contemporánea. 

El disco de “Confeti de Odio” juega en esa misma liga. Está a caballo entre lo literal y la metáfora. Hay tanto drama y exceso, que puede entenderse como una parodia de sí mismo, pero tampoco hay ningún indicio de que pueda ser una broma. Cabalga sobre la línea de lo artificioso y lo impúdico, sin limitarse jamás al mínimo decoro emocional. Escribe tanto para la intimidad de un diván como para la multitud anónima de un supuesto teatro gigante. Hay millones de lamentos a lo Morrissey, pero mientras que Morrissey va en serio, Confeti de Odio no. O sí. La paradoja se produce porque se desnuda en las letras como Eliott Smith, pero debido al tipo de envoltorio que emplea, se produce una ruptura del pacto entre forma y fondo al que estamos habituados en el pop. Se quiebra la relación clásica entre contenido y continente. Así que, cuando se pone más “naif”, en medio del oropel y el espumillón, surge un artista regando “torch songs” como si se fuera a acabar el mundo, un Marc Almond de nuestra escena. El mérito de “Tragedia española” es que Confeti de Odio se ha colado en la fisura de lo que se cuenta y cómo debería contarse. Entre lo que deberíamos ser y lo que somos. Y esa es la verdadera tragedia española.